Matemática y ocultismo en Occidente



Matemática y ocultismo en Occidente.

El principio

Desde sus comienzos la matemática estuvo ligada a la astronomía y, a través de ella, a todo tipo de ritos mágicos y religiosos. Hombres como Tales y Pitágoras recorrieron las tierras de las mas antiguas civilizaciones (Mesopotamia, Egipto, incluso puede que la India) y trajeron a Occidente unas matemáticas que venían acompañadas, como los minerales, de cierta cantidad de ganga sin valor en forma de simbolismos místico-mágicos que los griegos, lejos de eliminar, potenciaron hasta el punto de situarlos en la base de sus explicaciones acerca del mundo.
El punto culminante de este proceso llegaría con Platón y su “Dios geómetra”, un dios intelectual, un demiurgo que organizaría el mundo siguiendo criterios geométricos (un dios, por cierto, que luego se haría arquitecto con los francmasones). Además, su teoría de las ideas, que concedía a los objetos matemáticos existencia independiente de la mente humana, se ha mantenido como una de las corrientes interpretativas de la matemática más influyentes a lo largo de la historia.
Esta visión mística daría lugar a lo largo de los siglos a una serie de tópicos en los que las matemáticas se verían contaminadas por distintas interpretaciones digamos imaginativas. Veamos algunos de ellos.

Objetos mate-mágicos

Misticismo numérico.

Para los pitagóricos los números no eran simples abstracciones, sino que constituían de alguna manera la materia prima del universo, y poseían, acompañando a sus propiedades estrictamente matemáticas, otras de índole cualitativo. De esta manera, en la secta pitagórica se hablaba de números hembra, números macho, el número de la creación, el de la justicia...
Los números eran representados mediante piedrecillas en disposiciones geométricas. Una de ellas representaba el número diez en un diseño triangular mediante cuatro filas de una, dos, tres y cuatro piedras. Es la llamada tetractis, a la que consideraban sagrada porque representaba el número del universo, al ser diez la suma de elementos necesarios para representar un punto, un segmento, un triángulo y un tetraedro o, lo que es lo mismo, la suma de todas las dimensiones. Si en su veneración por el diez influyó el hecho de que tengamos diez dedos en las manos es algo que seguramente no podremos saber nunca.








Pentágono estrellado, o pentagrama, o pentalfa, o pie de bruja.
Formado por las diagonales del pentágono regular, fue seña de identidad de la secta pitagórica y símbolo de la salud. Las diagonales se cortan en cinco puntos que a su vez forman otro pentágono, pudiendo por tanto repetirse el proceso hasta el infinito. Estos cinco puntos poseen además una importante propiedad: dividen a cada diagonal en dos segmentos que se encuentran en razón áurea, lo que hace sospechar que fue en este contexto donde los pitagóricos descubrieron la existencia de los números irracionales.





Su carácter simbólico se mantuvo a través de los siglos. Así, durante la Edad Media se le consideró símbolo de la Trinidad (porque puede formarse mediante tres triángulos isósceles superpuestos), lo que le convirtió en la defensa perfecta contra el demonio, como se puede leer en el Fausto de Goethe (primera parte: Gabinete de estudio, p.145).

La armonía de las esferas.

Animados y algo excitados por el éxito que supuso la descripción numérica de los sonidos armónicos, los pitagóricos se lanzaron a buscar armonías en todos los sitios. Uno de ellos fue el propio cosmos: pensaban que los astros eran agujeros en unas esferas de cristal a través de los cuales se colaba la luz celestial. Conjeturaron que los radios de dichas esferas y sus velocidades debían seguir las mismas proporciones que los intervalos musicales. Las esferas, al moverse, emitirían sonidos, unos sonidos que, teniendo en cuenta lo dicho, darían lugar a auténtica música cósmica.




Muchos siglos después, el gran Kepler heredó y modificó el argumento: pensaba que las órbitas de los planetas debían estar dentro de esferas inscritas entre los cinco poliedros regulares. Como a su vez pensaba que las razones armónicas debían derivarse de dichos poliedros, la conclusión final de nuevo fue la música de las esferas.












Los cuatro elementos y la quinta esencia.

Para Empédocles todas las cosas del universo estaban compuestas de cuatro elementos: la tierra, el agua, el aire y el fuego, cuyas cualidades esenciales seguían el esquema de la figura.
Platón, en su diálogo Timeo, asoció cada uno de los cuatro elementos con uno de los poliedros regulares, y como le sobraba uno, el quinto poliedro regular, el admirado dodecaedro de los pitagóricos, decidió asociarlo con la materia constituyente del universo, la famosa quinta esencia. Desde entonces a los poliedros regulares se les conoce también como sólidos platónicos.
La tradición de identificar los elementos y los poliedros regulares llegó hasta los tiempos de Kepler: al tetraedro, por ser el de menor volumen, le emparejó con el fuego por aquello de la sequedad; al icosaedro, por ser el de volumen más grande, con el agua por aquello de la humedad; al cubo, por ser el que se asienta más fácilmente, con la tierra; mientras que al Octaedro, por girar al sujetarlo por vértices opuestos, con el aire.

El hechizo de la circularidad.
Parménides, tras elaborados y algo confusos razonamientos dedujo, entre otras cosas, que la multiplicidad es pura ilusión, es decir, que todo lo existente es inmutable, homogéneo, único y ... esférico. Influido por la teoría pitagórica de que la realidad de las cosas es dada por el límite y la forma, pensó que lo existente tendría por tanto una forma. Y si lo existente es homogéneo, su forma debía ser la esfera, pues no hay razón ninguna para que se extendiese más en un sentido que en otro.
Sin duda esta visión del mundo influyó en Platón, que abrazó la circularidad con auténtica veneración dada su perfecta simetría, y la convirtió en uno de los dogmas de la geometría con regla y compás.
El hechizo de la circularidad tuvo gran influencia en la astronomía. En un típico argumento místico, se pensó que si el movimiento de los astros había sido diseñado por la divinidad, debía seguir el más perfecto de los movimientos y este, como todo el mundo creía saber, era el movimiento circular. Así quedó establecido y hubiese seguido por siempre si la realidad no se hubiese empeñado en llevar la contraria. Como los datos observacionales no cuadraban con tan perfecto movimiento, los astrónomos se dedicaron a añadir más y más círculos para intentar salvar las apariencias, llegándose en época de Ptolomeo a un sistema con más de ochenta deferentes y epiciclos.
Curiosamente, sería Kepler, tan proclive a la herencia pitagórica y platónica, el que acabaría con el hechizo, estableciendo a partir de datos empíricos que los planetas se mueven en órbitas en forma de elipse, curva que, por otra parte, era ya conocida por los griegos al menos 1800 años antes.

El final

Kepler era un místico que creía que la geometría existía ya antes de ser creadas las cosas. Creía en un universo ordenado y armónico. Pero también creía en los datos de la experiencia. Producto de ambas aproximaciones a la realidad fue su descubrimiento de las tres leyes que llevan su nombre y que supusieron uno de los grandes triunfos de la matemática como lenguaje descriptor del universo.
Sin embargo, no sería él el último mago. Tan dudoso honor sería para el más grande, Isaac Newton, quien al tiempo que descifraba los secretos del universo y explicaba mediante las mismas leyes fundamentales el movimiento de los astros y la caída de las manzanas, llenaba un baúl de miles de manuscritos sobre teología y alquimia. Eso sí: jamás mezcló una cosa con otra, como si inconscientemente supiese que los caminos de la ciencia y la superstición se separarían definitivamente con él.
Bueno, una vez sí lo hizo: al ver que su sistema planetario no era estable, Newton dijo que quizá Dios tuviese que intervenir de vez en cuando para mantenerlo en orden. Aunque recibió inmediatamente la réplica de su gran oponente, Leibniz, para terminar esta historia prefiero sin embargo avanzar algo más en el tiempo y marchar hasta Francia en el momento en el que Laplace publica su Mecánica celeste, una completa descripción del universo conocido. De tal obra le entregó una copia a su amigo Napoleón, que tras leerla, le hizo llamar y le comentó: “Habéis escrito un grueso volumen sobre el sistema del mundo sin una sola mención al autor del universo”, a lo que Laplace, sin pestañear, contestó: “Sire, no tengo necesidad de esa hipótesis”.


Suerte!
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